Familia feliz.
-Eduardo, eres un hombre brillante.
El pelotón de fusilamiento no ha dejado de lanzarme sonrisas desde que he llegado a la reunión, y ahora esto. La vanidad es mi segundo pecado favorito sólo por detrás de la lujuria, dos conceptos históricos incomprendidos que nos han hecho evolucionar de comedores de plátanos a grandes conquistadores. Sin embargo sé que todos los halagos que voy a recibir no son para mí, sino para María. Me alegro de que al menos esté delante para escucharlos, aunque para ello tenga que servir el café también.
Ante mi lacónica respuesta de “gracias” el pelotón, formado por todos los cabecillas de esta fábrica de dinero y fraudes con Carmen Aguado a la cabeza, intensifica su salva de sonrisas. Todos excepto Antonio Pérez, el subdirector del ala legal de la asesoría, un abogado de pocos escrúpulos que se dedica casi exclusivamente a romper matrimonios y perseguir divorciadas y secretarias. Éste me mira como si estuviese masticando un trozo de mierda y por el sabor la hubiese identificada como mía.
-Por su actual puesto han pasado muchos hombres muy capaces -prosigue Carmen- pero ninguno de ellos consiguió adaptarse a la política de trabajo de esta institución.
Desde el fondo de la sala, María me mira con un gesto burlón en los labios mientras termina de preparar la bandeja del café. ¿Cómo lo había llamado? El “contable itinerante”.
-Ése desde luego no ha sido su caso, ha resuelto con brillantez la carga de trabajo asignada y nunca se le ha oído quejarse de nada. Jamás ha llegado tarde ni ha trabajado hasta altas horas con la esperanza de que le sirviera de escusa para pedir que se le paguen “horas extras”. Es usted un ejemplo para sus predecesores.
El falso acento francés de Gullaume Fernández, el director de la sección financiera, me incitan a levantarme y arrancarle el bisoñé. Es el que peor me cae de aquí, llevo casi un mes trabajando para él y es la primera vez que me dirige la palabra, además es el más peligroso ya que es el que mejor se sabe la tabla de multiplicar después de María. Si me pregunta cómo lo he conseguido estoy perdido.
-Dinos Eduardo, ¿cómo lo has conseguido?
Sonrío lo mejor que sé, pues nunca se me ha dado bien, e intento recordar algo de lo que María me ha enseñado. No tardo en rememorar su cuerpo desnudo.
-Simplemente he cumplido con mi deber.
Todos asienten en silencio satisfechos de mi respuesta y dejan de prestarme atención cuando María comienza a preguntarles por separado cómo quieren el café. Las pocas mujeres presentes miran al vacío con el ceño ligeramente fruncido, incluida mi querida Carmen, mientras que los hombres disimulan de un modo nefasto su deseo por algo más que una taza de café. Todos excepto Antonio Pérez, que no deja de mirarme mientras saborea su desayuno.
-No te entretenemos más, Eduardo.
Y de ese modo tan amable Carmen Aguado, directora general y dueña de “Aguado Asesores e Inversores”, me hace entender que para mí hay elogios, pero no café.
…
-Aún no me creo que te vayan a hacer un contrato de verdad. Esta gente no se arriesga nunca y después de poco más de tres semanas ya están discutiendo a quién van a echar para que tú le sustituyas. Es increíble.
-Es todo mérito tuyo y lo sabes. Eres una gran contable -respondo con poco entusiasmo y sin levantar la mirada del plato.
Dejo es escuchar el sonido de sus palillos golpeando el bol de su ensalada de gambas y la sorprendo mirando al horizonte a través de la pared y con una bonita sonrisa en los labios.
-Lo soy, ¿verdad? Soy una gran contable.
Parece que habla consigo misma, más que conmigo o con cualquier otro. Su expresión es una imposible combinación de felicidad y tristeza que sólo en su rostro puede ser bella.
-Están tan contentos porque he encontrado muchos recovecos en las cuentas que te han pasado, he sido un poco creativa, siempre dentro de la legalidad pero casi tocando la línea y he conseguido que números, números, números y muchos más números...
Y sin poder evitarlo dejo de escuchar. En cuanto escucho su jerga económica vuelven a mi memoria sus caricias y sus besos comprados. El cálido tacto de su piel desnuda bajo mis sábanas y aquél primer gemido auténtico que le arranqué días atrás. Nunca pensé que la palabra “balance” me pudiera excitar de esta manera. Jamás volveré a mirar a una calculadora de la misma manera.
Me habla sonriendo. Ya no me mira con el odio de los primeros días. Creo que ha comprendido que la considero una valiosa aliada y que, pese a ser una mujer, se ha ganado mi respeto.
-¿Sabes la combinación de la caja fuerte del despacho de Carmen Aguado?
Mi interrupción casi hace que se atragante con un brote de soja.
-Joder, no. ¿Cómo puñetas quieres que lo sepa? Si apenas entro en su despacho. Ni siquiera le caigo bien, cree que me acuesto con media oficina.
¿Cómo?
-No lo hago, tranquilo, -parece un poco airada tras leerme el pensamiento- nunca me he acostado con nadie de la oficina. Excepto tú, obviamente.
-No me conviene que le caigas mal a Carmen Aguado.
-Vale, entonces lo que ha pasado esta mañana antes de la reunión nos ha venido bien, después de todo.
-¿Y qué es lo que ha pasado exactamente?
-Antonio Pérez me ha tocado el culo.
Suelto los palillos con un ligero toque de violencia sobre mis fideos de arroz frito con gambas, lo que parece divertir a María. Ese come mierda le ha tocado el culo. Un culo que sólo yo puedo tocar. Un culo que pago religiosamente cada mes. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de respeto. Y si no estoy acostumbrado a compartir nada, mucho menos la piel de la mujer con la que me acuesto.
-Se me escapan las ventajas de dicho suceso.
Contengo mi ánimo lo mejor que puedo, pero mi tono de voz denota un leve acceso de ira. La diversión de María no deja de aumentar.
-Le he dicho que eras mi novio. Para que me dejara en paz.
¿Qué, cómo se le ocurre?
-¿Qué? ¿Cómo se te ocurre?
-A mí no, se te ocurrió a ti, perdona -me recuerda María-. En este mismo sitio, para más señas.
No me es difícil rememorar el rapapolvo que me soltó semanas atrás en este mismo restaurante. Cierto, fui yo quien tuvo la idea, pero para que se usara en caso de emergencia, no a las primeras de cambio.
-Sí, se me ocurrió a mí, pero...
-Ahora me dejará en paz. Todos me dejarán en paz. Y las mujeres no me mirarán con odio al pasar. Así podré acercarme más a Carmen Aguado e intentar averiguar la combinación de su caja fuerte. Reconócelo, son todo ventajas. Además, ¿no has disfrutado viendo su cara esta mañana? Yo mucho.
Y se acomoda en su silla muy satisfecha de sí misma, cada vez más cómoda en su papel de espía. Tan guapa y tan lista. Cuando todo esto termine le daré el puesto que elija, no sólo para que esté de mi parte, sino para que no esté en mi contra.
-Parecía que masticaba mierda -recuerdo en voz alta.
-Un comentario muy apropiado a la hora de comer.
Dejamos escapar un segundo de silencio y de pronto comenzamos a reír. Si para mí una sonrisa es infrecuente una carcajada es algo digno de recordar, y curiosamente no recuerdo ninguna desde hace años. Reímos, nos miramos y volvemos a reír. Tal vez nos resulte cómica la manera de reír del otro, o que ambos recordamos la cara del desgraciado de Antonio Pérez, pero no podemos dejar de reír. La gente del restaurante nos mira incómodos y algún camarero se une a nuestras risas por simple educación china. Al rato, y poco a poco, volvemos a la normalidad. Ella vuelve a ser una chica de compañía que sabe de números y yo el miserable que le paga. Mi boca se muda a mi mueca habitual y la cara de Antonio Pérez regresa a mi mente no para que me ría de ella, sino para que la apunte mentalmente en mi lista de enemigos.
-Por un momento has sido una persona -el veredicto de María es triste pero inapelable, pese a ello no pierde la sonrisa ni el especial brillo en los ojos que le adorna la mirada desde hace días. Ni su elegancia, eso nunca-.
Tengo intención de contestar algo, como que la próxima vez elijo yo el restaurante, cuando un pánico que no veía desde la primera vez que llamé a María por su verdadero nombre surge de los ojos de mi acompañante. Miro a todas partes a mi alrededor intentando detectar el fuego pero no lo consigo. La interrogo con la mirada y sólo es capaz de decir dos palabras cargadas de espanto.
-Mi madre.
Tardo unos segundos es darme cuenta de que no es una expresión coloquial, sino de que se refiere, literalmente, a su progenitora. Otra medalla más para mi inteligencia superior. Odio este restaurante. No me giro para mirar, pero estoy seguro de que alguien se nos aproxima, como un depredador a su presa, lenta e implacablemente. Cuando una mujer mayor se sienta con nosotros toda mi vida pasa por delante de mis ojos y cuando termina de hacerlo llego a la conclusión de que María es clavada a su padre. O adoptada.
-Buenas tardes.
Un tenso silencio nos rodea a los tres. Hace un momento planeábamos averiguar números de cajas fuertes y ahora...
-Bueno, preséntame, ¿no? ¿O es que tu madre no se merece que le presentes a tu novio?
Tortuosa, menudo nombre, menudo lugar.
-Eh... mamá... esto...
María parece dudar, acaba de caerse de la silla de Mata Hari y no es seguro que consiga ponerse de pie, por lo que decido actuar.
-Buenas tardes señora, mi nombre es Eduardo Martín Fierro, el novio de su hija.
Sonrío o lo intento. Hago el amago de acercarme para besar al depredador pero cambio de idea cuando veo que la buena señora no se da por aludida.
-¿Tiene dinero?- pregunta a su hija clavándome los ojos.
-Mucho -respondo mecánicamente.
-¿Te quiere? -vuelve a preguntar sin dejar de mirarme.
-Mucho -respondo de nuevo. El sistema de prioridades de la señora acaba de quedar marcado. Sonrío para mis adentros, otra más, todas son iguales en el fondo o en la superficie. Sé cómo salir de ésta. Sin ningún disimulo meto la mano en el bolsillo de la chaqueta y de mi cartera saco la visa platino y la coloco sobre la mesa. Los ojos del engendro dejan de atacarme y la emprenden con la tarjeta. Es tan ridícula que casi parece a punto de morderla para comprobar que es auténtica.
-Señora, me alegro de que por fin nos conozcamos, puede estar segura de que su hija está en buenas manos conmigo.
Dejo de esforzarme cuando comprendo que no me escucha, deslumbrada por el brillo del platino. Ya es mía, a este paso jamás podré dejar de ir al psicólogo. El chisporreante sonido de algo muy caliente me saca de mis malvados pensamientos.
-Familia feliz.
-Gracias -agradezco al camarero.
-Para mí un plato combinado, con muchas papas -reclama la señora mirando al camarero, el cual parece saber decir en español “familia feliz” y poco más-. Es que no he comido -se justifica mirando a su hija, que vigila al suelo en silencio añorando su sillón de espía, ¿es que no hay nadie aparte de mí que no retroceda veinte años en el tiempo cuando se sienta junto a sus padres? Por su parte el camarero, chino, como no podía ser de otra manera mira a su nuevo cliente, luego a mí y finalmente a la tarjeta de crédito.
-Plato combinado -concluye justo antes de irse.
-Mira Eduardo, se nota que eres un buen hombre, así que no creo que pongas ninguna pega en lo que te voy a decir -comienza a relatar “mamá”- ya te habrá dicho mi hija que es virgen y que queremos que llegue así a su matrimonio, así que...
Tras oír eso la cara de María parece a punto de romperse en mil pedazos. Interrumpo su discurso para que no llegue a más. Y por el simple placer de dejar de escucharla.
-Señora, como que me llamo Eduardo Martín Fierro que no tocaré a su hija hasta el día que nos casemos. Tiene mi palabra.
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