Un brownie es una dulce metáfora de mujer. Yo odio el chocolate, lo odio porque lo necesito, y odio tener necesidades, me hacen vulnerable. Del mismo modo, odio a las mujeres, no porque las necesite, sino a pesar de ello. Mi psicólogo dice que debo superar mis traumas infantiles, que en realidad no odio a todas las mujeres, sólo a mi madre y mis hermanas que son un reflejo de ella. Como si eso mejorase lo que soy.
Miro el reloj y compruebo que como demasiado deprisa o que he llegado demasiado pronto a mi cita. Apuro el último trozo de metáfora justo cuando la camarera pasa junto a mi mesa.
-¿Desea que le traiga otro, señor?
Sopeso mis opciones mientras observo a la camarera, estoica aunque nerviosa por los malos modos de un bebedor prematuro que consume whiskys con la misma mesura que utilizo yo ante los brownies. Sería el tercero en menos de media hora y mi cita debe de estar al llegar, no es necesario ni prudente pedir otro.
-Sí, por favor –responde mi gula mientras mi lujuria centra su atención en el sensual bamboleo que las curvas de la camarera exhiben al volver a la barra. Sin duda un brownie es una dulce metáfora de mis necesidades.
La gente sigue entrando en la cafetería con demasiada frecuencia. No me gustan los lugares concurridos, aunque son ideales para ocultarse cualquier par de ojos despistado te puede situar en él. No he debido pedir ese tercer pastel. Mudo irremisiblemente la vista a la camarera, que hace cualquier cosa menos acercarse al expositor de tartas, en lugar de vigilar la puerta y así consigue sorprenderme después de tanto esperar. Odio mis necesidades.
-¿Isaac?
Logro sin demasiada dificultad que su deslumbrante belleza no altere mi semblante. De un modo u otro habré hecho esto tantas veces como ella o más.
-¿Eres Isaac? –me incita a contestar. En realidad sabe que soy yo, nadie más aquí responde en lo más mínimo a mi descripción, sin embargo actúa con cautela pues en su oficio los malentendidos no deben ser tomados con demasiado humor.
-Sí –respondo finalmente- soy yo, siéntate por favor.
Su sonrisa ilumina la sala. Ya había visto fotos de ella, muy favorecedoras sin duda, pero en persona me hacen dudar de la pericia del fotógrafo. Pelo castaño lacio extremadamente cuidado, cutis inmaculado, como la piel de un bebé, sin maquillar como yo pedí. Unos grandes ojos color almendra y unos labios finos, tal vez demasiado, que sonríen amablemente enseñando un catálogo de perlas a modo de dientes. Odio mis necesidades.
Toma asiento frente a mí, cercana pero interponiendo la mesa entre los dos, a modo de débil protección. Supongo que debe cerciorarse de que no soy ningún pirado. Comenta cosas acerca de la lluvia y del tráfico y de más cosas a las que no presto atención y posiblemente ella tampoco. Me tantea, no me importa, que lo haga.
-Su brownie señor, ¿la señorita va a tomar algo?
Las palabras de la camarera nos sacan de nuestro silencioso combate. Recibo el plato con cierta alegría que no demuestro y la miro a ella. Las segundas palabras que le dirijo y ni siquiera son de cortesía.
-¿Te apetece? –interrogo lacónicamente.
-¿Qué tal está el brownie, dicen que es de lo mejor del Arthurs?
Responde a mi pregunta con otra a la que, en teoría, no tengo respuesta. ¿Me ha estado observando?
-No lo sé, lo acabo de pedir.
-¿Te importa si como un poco del tuyo? No tengo hambre, pero tiene un aspecto demasiado apetitoso como para resistirse a probarlo un poco.
-De ningún modo.
La camarera nos deja solos y compartimos el dulce. Acabamos con él enseguida con dispar gracia. Ella come del mismo modo que aletea una mariposa.
-Aún no te he dicho mi nombre, –dice tras limpiarse una imaginaria mancha de chocolate de los labios con un pañuelo que saca de su bolso- me llamo Paula.
Miente sin pestañear y sin dejar de sonreír. Es muy buena, un auténtico descubrimiento.
-¿De dónde eres, Isaac? Me han dicho que…
-Ahorrémonos esta parte, por favor.
Su sonrisa no desaparece, pero su color de ojos parece mutar a uno más oscuro.
-Quieres ir al grano, de acuerdo, pero antes he de aclararte un par de cosas. No me importa lo que hayas pagado por pasar una noche conmigo, no significa no y para significa para. No es que me esté haciendo la difícil contigo, te estoy pidiendo que dejes de hacer lo que sea que estés haciendo. Y otra cosa, ya me han pagado, así que no es necesario que me des una propina mañana por la mañana, ¿de acuerdo? Si lo haces no la cogeré.
Me tomo un segundo para disfrutar del carácter de la chica. Sin duda va a ser una tarde interesante para los dos. No tengo nada que pensar, ya me habían explicado las normas antes.
-No te preocupes, no haré nada que no quieras que haga.
Y tras esa parca promesa dejamos la cafetería y cogemos un taxi hasta mi apartamento. No se me escapa la sorpresa mal disimulada de mi acompañante al ver el cuchitril al que la he llevado. Es de las dimensiones de una caja de zapatos grande y tiene la luminosidad de un sótano, pero está limpio. Y es discreto.
Sin decir una palabra se quita la chaqueta y comienza a desabrocharse la blusa, por su atuendo parece que acaba de llegar de la oficina, aunque sé que no es verdad. Se quita los botones uno a uno, tomándose una décima de segundo más de lo necesario en cada uno, mirándome a los ojos fijamente, con una enigmática sonrisa de labios cerrados, sin perder ni un gramo de elegancia. Su falda desaparece tan rápido que se diría que nunca estuvo allí y cuando se quita los zapatos, si es que lo hace, mi mirada se centra en sus redondeados senos.
La ropa interior es blanca, de muy fina manufactura, y de innegable belleza, pero yo sólo quiero que se la quite de una vez. Esta vez me cuesta un notable esfuerzo el permanecer impasible.
-Quítatelo todo, por favor, con la misma elegancia que has exhibido desde que entraste en la cafetería.
El cumplido es bien recibido por su parte. Su sonrisa se agranda al menos un centímetro y con una sola mano se desabrocha el sostén mientras lo sostiene con la otra. Se gira, me da la espalda y coloca sus pulgares a ambos lados de su cintura dejando caer la prenda al suelo. Me regala su espalda durante un par de segundos, baja los pulgares hasta justo por debajo de su cintura y se quita la última prenda que la tapa poniéndose en cuclillas. Cuando vuelve a ponerse de pie está completamente desnuda.
Si las diosas tuvieran cuerpo envidiarían al de esta mortal. Unos senos turgentes se bambolean dulcemente cuando camina hacia mí. Ni una marca, ni una cicatriz, ni un solo trozo de piel que se doble ni la absurda sombra de una costilla. He saboreado cientos de cuerpos bellos, pero ninguno como este, de verdad que ha sido un descubrimiento…
Dos horas más tarde ella aún reposa en la cama con su cuerpo todavía desnudo y tibio tapado sólo con las sábanas mientras yo miro como la lluvia limpia los pecados de Tortuosa. Tortuosa, menudo nombre, menudo lugar.
-Me has hecho cosas que no suelo dejar que me hagan, aunque he de admitir que me ha gustado.
No le contesto, ahora que no danzamos desnudos el sonido de su voz casi me resulta molesto.
-Casi estuve a punto de decirte que no, me alegro de no haberlo hecho.
Me giro hacia ella, callado, desnudo y sin mostrar ningún pudor. Ha llegado la hora de que sepa por qué la he elegido.
-No acostumbro a que las mujeres me digan que no.
-¿Y qué haces cuando eso ocurre, Isaac?
-Les ofrezco más dinero.
Sonríe apenas medio segundo, el tiempo que tarda en darse cuenta de que hablo en serio.
-Debajo de la cama hay un ordenador portátil, sácalo y enciéndelo- ordeno.
Por primera vez en horas su sonrisa desaparece, sabe que pasa algo malo.
-Escúchame Isaac…
-No, escúchame tú María.
Es pánico lo que aparece en su rostro cuando escucha de mis labios su nombre real.
-Te llamas María Núñez y estás a punto de terminar álgebra y dirección de empresas. Has estado trabajando como becaria en la asesoría “Aguado” el último año, gracias a tu talento con los números has conseguido un contrato eventual como secretaria y debido a tus escasos ingresos legales te ves obligada a prostituirte desde hace dos años. Nadie sabe lo que haces fuera de la oficina, ni tus compañeros, ni tus jefes, ni siquiera tu madre. Si se enteraran sería el fin de tu prometedora carrera como secretaria. Y a saber cómo se lo tomaría tu madre.
-Eres un hijo de puta…
Asimilo el insulto con mucho empaque y prosigo con mi monólogo.
-Desde este momento trabajas para mí, con total exclusividad, se acabaron las citas en cafeterías. Vas a inventarte el currículum perfecto, vas a hacer que me contraten en tu empresa y vas a hacer por mí cualquier trabajo que me manden. Todo ello en el más absoluto secreto.
-Si piensas que puedes hacerme chantaje…
-Y voy a pagarte tres mil euros mensuales por todo ello.
Cuando hablo del dinero su mirada se reblandece como la mantequilla al sol. Mujeres, para ellas siempre es cuestión de dinero.
-¿Vas a pedirme que haga algo ilegal?
-Acabo de hacerlo –respondo fríamente-, y no me digas que nunca has hecho nada ilegal, tengo una copia de tu última declaración de la renta.
No tarda en encontrar la salida del laberinto, saca el portátil de debajo de la cama y lo enciende. Antes de ponerse a teclear coge su camisa del suelo y comienza a ponérsela, lo que me obliga a interrumpirla.
-Ahora trabajas para mí, con total exclusividad.
El sol se va y la mantequilla se endurece. Sostiene mi mirada un segundo más y, con un elegante gesto que parece ensayado tira la sábana a un lado dejándome ver su desnudez.
-¿Isaac qué más?- pregunta en un tono frío.
-Nada de Isaac, aquí en Tortuosa seré Eduardo Martín Fierro.
0 comentarios:
Publicar un comentario