Aunque os pueda resultar extraño o peculiar, me llamo Viento Núñez Pelayo. Mi madre se empeñó en ponerme así, pues estaba enamorada del aire en movimiento y le fascinaban los días en los que la naturaleza se desataba y zarandeaba árboles y farolas. He de reconocer que mi padre y ella hacían muy buena pareja, pues eran dos hippies con locas ideas, locas pero claras, que se compenetraban y comprendían. A ella le encantaba ver las olas en el mar picado y disfrutar de las espumas blancas del vendaval que decoraban los fríos inviernos de Tortuosa. O por lo menos eso es lo que me cuenta mi tía Antonia siempre para consolarme los días que me pongo melancólico. Lo hace cuando comienzo a acordarme de que ellos se fueron hace ya once años. Supongo que le doy un poquito de pena. Yo sólo tenía un año cuando esto sucedió y si no fuera por las fotos, no sabría cómo eran sus caras. Mi tía me contaba historias sobre ellos y me decía que había heredado el ingenio de mi padre, pues continuamente estaba dándoles vueltas al coco para inventar cosas, ya fueran malas o buenas, y buscando excusas para no hacer los deberes del colegio e irme a jugar con mis amigos al fútbol. Supongo que eso de estar todo el tiempo de acá para allá era lo que provocaba que mi “tita Antonia”, como yo la llamaba, tuviera que gastar gran parte de su sueldo en alimentarme. Comía sin parar y dejaba asombrada a ella y sus amigas, con las que tomaba café todas las tardes. Me decían “el pozo sin fondo” y yo, cuando entendí a lo que se referían, empecé a pensar que tal vez tenían razón.
Bueno, seguiré con los donuts que me estaba comiendo, que ya os he contado demasiado de mí... umm, ¡me encanta el chocolate!
Bueno, seguiré con los donuts que me estaba comiendo, que ya os he contado demasiado de mí... umm, ¡me encanta el chocolate!
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